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lunes, 19 de enero de 2015

Interesantísimo!! Gracias al amigo, Luis Rivera-Rodríguez

Repleto de historias el diario de Gilda

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Carmen Gilda Monserrate Wilson Barrios no es solo la tecnóloga médica más simpática y querida de la zona histórica ponceña. Además de la más longeva de Puerto Rico, ya que no ha dejado de trabajar desde que debutó en este oficio, hace 66 años. (Fotos: Florentino Velázquez)

Tiene 87 años de edad y todavía madruga para ejercer su profesión. De hecho, aún visita a varios pacientes en apartados barrios de Ponce.
Y aunque sus pasos están apoyados por un bastón, sus manos vestidas de tiempo continúan dando frutos a su vocación. Una noble vocación.
Es Carmen Gilda Monserrate Wilson Barrios, la tecnóloga médica más simpática y querida de la zona histórica ponceña, además de la más longeva de Puerto Rico, ya que no ha dejado de trabajar desde que debutó en este oficio, hace 66 años.
Mas no se equivoque. Desde el mismo laboratorio donde ha laborado por casi siete décadas, esta respetada ponceña cumple a cabalidad con su rol profesional, con mente clara y una risa contagiosa que invita a no apartarse de su lado.
La semilla
Como narró desde su hogar ubicado en la calle Mayor 31 de Ponce, para el año 1944 estudiaba Biología y Química “en el Poli de San Germán” y cuando regresó a Ponce en el 1947 “mis padrinos Ramón Delgado y Carmen Luisa Ramírez de Arellano me mandaron a estudiar tecnología médica en la Clínica Dr. Pila”.
“Y sin estudiar Medicina Tropical me fui a San Juan y pasé el examen. Pero lo único que no me dejaban hacer en el laboratorio donde estudié era pinchar y le dije a mi tía Providencia Torres, que era enfermera, que me enseñara y así aprendí hasta el sol de hoy”, agregó la hija de José Wilson e Inés Lucía Barrios.
Por otro lado, explicó que su pasión por la Medicina germinó en el seno familiar, tras ver a su madre poner inyecciones a otras personas. Curiosamente, su progenitora había sido maestra, pero un accidente en una yegua la hizo cambiar el rumbo de su vida hasta llegar a Nueva York, donde se enamoró del padre de Gilda.
A punto de casi nueve décadas de existencia, Gilda Wilson se consagra como un referente moral, ético y cívico digno de admirar.
“Mis padrinos la mandaron a hacer un Máster a Nueva York, pero en vez de un Máster regresó con un Míster”, agregó a carcajadas justo antes de aclarar que su padre fue mecánico dental.
“Tuve una crianza muy buena y no me dejaban hacer nada en la casa, ni a mi hermano ni a mí. Me crié escuchando ópera y zarzuela desde una canastita donde me ponían entre el primer cuarto y el comedor donde estaba la vitrola”, afirmó.
Entre rosas y espinas
Para la época, sin embargo, el racismo era un tópico omnipresente en la sociedad y Gilda no se había percatado del color de su piel.
“Como todos eran blancos y mamita era un poco más clarita que yo, pues yo me creía que también era blanca”, confesó.
“Y cuando fui a la escuela, en primer grado vi a un negrito y dije ‘mira mami, mami, ese nene. Ay virgen, ¿qué es eso’? Y ella me contestó ¿nena tú no te has mirado? Y me miré y dije ‘Ay sí, me parezco a él”, relató con contagioso humor.
Por fortuna, Gilda no recuerda haber sido discriminada por ser una mujer de raza negra, aunque reconoce que muchas personas conocidas sí sufrieron los vejámenes del racismo.
“Excepto una vez que fui a Washington, que no me dejaron bajar de la guagua a una amiga y a mí. Luego de eso, he ido muchas veces a otras partes de Washington y nunca me han botado”, mencionó sobre la experiencia vivida a los 20 años de edad.
“Me sentí lo más tranquila, no me importa si no podía bajar. Allá ellos si tenían esas ideas. No era conmigo, era con todo el mundo de la raza negra y yo no me podía pintar de blanco”, agregó con su inseparable sonrisa.
Tiempo después, allá para el 1948, Gilda estableció su laboratorio justo en la misma habitación donde dormía y con el pasar del tiempo, trasladó el andamiaje médico al patio de esa misma residencia.
“Eso siguió creciendo y la Oficina de Permisos en esa época me denegó hacer el laboratorio donde lo teníamos y lamentablemente tuvimos que destruir la casa donde vivíamos para hacer un edificio de cuatro pisos, que es este mismo que ves hoy”, confesó.
Un archivo histórico
Y en ese mismo recinto, la incansable servidora ha sido protagonista de los cambios que ha experimentado el sistema de Salud desde mediados del siglo 20.
“Antes, para saber si una mujer estaba encinta o no, se inyectaban 20 cc de orina (de ella) en la vena de la oreja de una coneja. A los dos días, bendito, había que matar ese animalito y entonces se miraban los ovarios y si la coneja tenía unos puntitos negros en los ovarios, quiere decir que estaba encinta la señora”, explicó mientras ilustraba con sus manos la manera en que se hacia ese procedimiento médico.
“Un CBC era con el microscopio y venía con unas pipetitas especiales que se ponían en una camarita y entonces uno miraba y contaba 3 millones, 4 millones, lo que fuera. Ahora tú metes el tubo en una máquina y enseguida te dice el resultado”.
Su nombre también ocupa una prominente lugar en el Paseo de los Ponceños Ilustres, bajo la categoría de Civismo.
“Pero era más excitante cuando uno contaba. Me encantaba”, agregó la profesional que entre miles de clientes atendió a la artista Ruth Fernández, al exgobernador Rafael Hernández Colón y su fenecida esposa Lila Mayoral.
Por otro lado, recordó que las enfermedades más frecuentes en la segunda mitad del siglo 20 eran varicela, influenza y pulmonía.
“Casi lo mismo que ahora, menos el chikungunya”, señaló justo antes de reiterar que prefiere los métodos antiguos con los que ejercía su vocación.
“Lo moderno es más fácil ahora, pero es tedioso, le quita a uno el encanto”, aseguró la célebre integrante del Colegio de Tecnólogos Médicos, el Club Zonta Internacional, la Federación Puertorriqueña de Clubes de Mujeres de Negocios y Profesiones, el Club Ponce de León, la YMCA, y la Fundación de Cáncer y Salud de Puerto Rico, entre tantas a las que pertenece.
Tiempo para todo
Entretanto, Gilda Wilson se deleitaba con su rol de madre y los tres niños que tuvo junto a su esposo Efraín Rodríguez, tarea en la que era asistida por su madre cuando la llamaban de madrugada para atender con urgencia a pacientes con condiciones delicadas.
“Dejaba a la nena mayor, Carmen Ivonne Margarita para que cuidara a su hermanito Jorge Efraín, quien es ahora cirujano ortopédico, abogado y notario. Y al bebé Adrián Ramón lo dejaba en el tercer piso con mi madre, y me iba para la calle solita a las 3:00 de la madrugada”, recordó.
Mas tal era y es el prestigio de esta profesional ponceña, que hasta entre médicos de renombre ha gozado de total credibilidad. “Porque si Gilda Wilson decía que el paciente tenía apendicitis había que operarlo”.
Entre otras tantas aportaciones, precisamente fue Gilda la primera persona que organizó y presentó una feria de salud en Puerto Rico, evento que comenzó en la Casa Alcaldía de Ponce y luego, junto al Club de Leones de Cerrillo Hoyos, se extendió a diferentes comunidades.
“Lo hice porque pensé que a mí me han dado tanto, que he decidido que en mi vida tengo que dar algo para los demás”, reveló quien en una de las ocasiones hasta realizó una clínica de salud en la antigua cárcel del Castillo, hasta la 1:00 de la madrugada.
¿Lo más sorprendente? Aún ahora, con la piel arropada por años de trabajo, empeño y satisfacción, Gilda Wilson descarta la jubilación.
Por eso, a sus 87 años sigue activa en el oficio, visita pacientes y colabora en incontables causas benéficas.
Y aunque ahora sus pasos no sean tan firmes como los de antes, esta ponceña asegura que seguirá trabajando “hasta que Dios me mande a llamar”.
“¿Para qué me voy a retirar si esto es lo que me gusta? He corrido, he trepado verjas, he viajado a distintas partes del mundo, aprendí a tocar piano y saxofón, tengo los mejores hijos, siete nietos y una biznieta. Entonces, sigo en pie hasta el final”, puntualizó esta jovial puertorriqueña, ejemplo de vida, entrega y solidaridad.
8 de enero de 2015

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