Entre la pobreza y el claustro: Los primeros pasos del monasterio Las Carmelitas Calzadas de San José en Puerto Rico, 1651-1795.
POR: Dr. Luis A. Caldera Ortiz[1]
La fundación del convento de las Carmelitas Calzadas es uno de esos temas históricos que ha sido divulgado a nivel general en nuestra historiografía. A la misma vez la información expuesta es una casi lineal. Es decir que se ha repetido casi lo mismo desde que Cayetano Coll y Toste publicara en el 1916, la copia de la Real Cedula de fundación. Desde esa época hasta el día de hoy una cantidad determinada de investigadores y escritores han utilizado esa referencia como su principal documento. En esta ponencia expondremos una óptica un poco diferente a lo que se ha expuesto previamente. Las fuentes consultadas son provenientes del Archivo General de Indias en Sevilla. Veremos cómo fue el primer siglo y medio de existencia del antiguo convento. Por lo que las Carmelitas Calzadas de la ciudad de San Juan de Puerto Rico tienen una historia muy interesante, basada en la necesidad y el amor por su orden.
La génesis del Convento
A inicios del siglo XVII, la isla de San Juan era muy diferente a lo que es hoy en día. La tierra de Borinquén tenía una población estimada en pocos miles, no existían camino adecuados para transitar y la riqueza isleña era una penosa en comparación con otras colonias. Para colmo la invasión del 1598, había dejado ruinosa a la ciudad de Puerto Rico. Un fenómeno interesante que sucedía en ese periodo. Es que en la clase alta muchos hombres, se casaban para obtener la dote de su esposa. Así poder pagar deudas acumuladas y poder levantar el antiguo patrimonio familiar.[2] Es bastante posible que ese factor haya ayudado a que otro fenómeno se desarrollara. Fue el de las doncellas solteras. En cual el gobernador Sancho de Ochoa (1603-1609) reconocía desde el 1603, que un monasterio de monjas era de gran necesidad.[3] En cual años más tarde el obispo Francisco de Cabrera (1611-1614) también recomendaba un convento para recogerlas. Pero no ofreció una propuesta concreta en relación con el particular.[4] Ambas noticias se pueden reconsiderar como un reporte de incidencias que pasaban en la ciudad en la primera década del XVII. La idea de un claustro para religiosas no se quedó ahí.
Para el 1615, el gobernador Beaumont y Navarra solicitó formalmente una licencia para fundar el Convento.[5] La propuesta para establecer la estructura, era la donación de una casa vieja real que era propiedad del Rey. Antiguamente había sido parte principal de la Fortaleza. Para el periodo que escribió Beaumont, se estaba utilizando como hospital de los soldados. Añadió que los enfermos se podían trasladar al Hospital de Nuestra Señora de la Concepción. Además, pedía cal, arena, piedra y madera que estaban guardados en la reserva de la construcción de la muralla. Con esos materiales se iba arreglar la antigua casa real. La resolución del Concejo de Indias, fue una orden al gobernador para que informara mejor sobre las pretensiones de la licencia.[6] Esta se considera la primera propuesta para establecer un convento.
En las próximas dos décadas, la negación del Consejo de Indias por falta de propuestas clara junto al ataque holandés del 1625.[7] Atrasaron los planes de fundarse un convento de monjas. A pesar de eso, la necesidad de recoger doncellas pudientes fue un problema que siguió. A principios del 1640, el gobernador José Bolaños retomó la idea de fundar una casa de religiosas. Para a mediados de la referida década, la viuda Ana de Lansos en conjunto acuerdo con los líderes eclesiásticos hicieron una escritura de fundación. En esta se estipulaba como se podía sostener el convento (50,000 pesos de plata). Visto en España la propuesta, fue aprobada según como estipulaba el Real Patronato. Esta Real Cedula fue emitida el 1 de julio del 1646. Este documento es considerado como el inicio de la vida del convento Nuestra Señora del Carmen. Entre el 1647 y 1651, se hicieron los movimientos para establecer el monasterio y traer las religiosas que se encargarían de adoctrinar las primeras monjas de la ciudad de Puerto Rico.
El 1 de julio del 1651, fue el día que se inauguró oficialmente el monasterio. Las monjas que se encargarían de la enseñanza habían procedido de la ciudad de Santo Domingo.[8] La patrona Ana de Lansos escogió a seis parientes y su tiempo de noviciado fue aproximadamente de año y medio. Oficialmente desde el referido periodo, empiezan las labores comunitarias de las monjas dentro de la ciudad.
Problemas de fondo monetario, 1655-1795.
Uno de los aspectos que siempre estuvo en cuestión por el Consejo de Indias, era el dinero para mantener el convento a corto y largo plazo. No era secreto en el reino que la isla de San Juan tenía grandes problemas financiero. Las investigaciones de Ángel López Cantos y Enriqueta Vila Vilar, demostraron que el situado era el que otorgaba el mayor flujo de moneda en la Isla. En tiempos que no llegaba la pobreza era mucho mayor.[9] Bajo todo este panorama la patrona y administradores de las Carmelitas Calzadas de San José se estuvieron que enfrentar constantemente desde los primeros años de su apertura.
Unos meses antes de Ana de Lansos entrar al convento surgieron problemas que ponían en suspenso su patronato. El 25 de junio del 1645, Ana, prometió donar 50,000 pesos para poder conseguir licencia e inaugurar las facilidades de las doncellas que quería entrar al hábito de monja.[10] El plan de conseguir el grueso del dinero, era vendiendo el ingenio de San Luis ubicado en la zona que hoy es el pueblo de Canovanas. El mismo estaba tasado en 50,000 pesos.[11] En un periodo de casi ocho años la venta no se pudo concretar, por la sencilla razón de que era costoso y posiblemente nadie tenía ese monto para emprender esa misión. La solución fue alquilar el ingenio y el dinero obtenido era para las operaciones del monasterio.
A mediano plazo el valor del ingenio fue decayendo por la falta de cuido de los arrendadores. Además, el dinero prometido por el cabildo secular tampoco llegó. Estos sucesos hicieron que los ingresos fuesen bajo en la segunda mitad del XVII. Se debe añadir que la pobreza en la ciudad era de alto nivel y las novicias entraban sin pagar la dote estipulada. Para el año 1686, salen las primeras peticiones desde el Convento al Consejo de Indias para que se les conceda una limosna permanente.[12] Las razones principales era por falta plata y el por el mal estado físico del propio monasterio. Para el 1690, el Rey Carlos II aprobó 100 ducados anuales con cargo al situado.[13] Pero a largo plazo esa orden no se cumplía localmente.
Las peticiones de limosnas continuaron en la primera mitad del siglo XVIII. Una Real Cedula del 4 de junio del 1757 de Fernando VI, obligaba al gobernador desembolsar 100 ducados de plata anuales por veinte años.[14] La misma fue cumplida después de sobre sesenta años sin recibir nada, a pesar de las peticiones anteriores habían sido aprobadas por los monarcas (Carlos II y Felipe V). Entre el periodo del 1653 hasta el 1757, el principal ingreso al monasterio venia de limosnas externas y herencia de pensiones que recibían algunas monjas.[15] Por concepto de herencia de un familiar militar. Hubo momentos que el convento estuvo a punto de ser clausurado por los obispos Pedro de la Concepción (1706-1715) y Fernando de Valdivia (1717-1725).[16] La razón para eso, fue la falta de ingresos y el poco dinero que tenían en reserva. Por obra de las leyes del Real Patronato de Indias, ambos obispos no pudieron clausurar el convento.
El dinero aprobado en el 1757, no fue lo suficiente para mantener un monasterio adecuado. Debido a que no se cobraban las dotes. Por lo que el gobernador Miguel de Muesas (1771-1777) y el obispo Manuel Giménez (1770-1781) expusieron la situación y pidieron una limosna. El Rey Carlos III, aprobó la petición y ordenó al virrey de Nueva España desembolsar 1,000 pesos de platas. Ese dinero era el pago de las limosnas atrasadas del 1707 (Real Orden del 11 de marzo del 1707). La condición del dinero era siempre y cuando el obispo explicara la situación del convento.[17] Del porque las monjas no pagaban la dote, para así buscar una solución permanente a ese problema. El espectador debe saber que el no pagar la dote, violaba lo estipulado en el Real Patronato. Aunque, ese fenómeno sucedió en el convento por la pobreza y falta de dinero de los pobladores de la ciudad de Puerto Rico.
El informe realizado por el obispo Jiménez, salió a relucir que la poca renta que entraba se utilizaba para sufragar la comida, ropa y medicinas. La cantidad promedio de monjas en promedio era quince desde que se estableció. Esos fondos que entraban se agotaban rápido. Los mayordomos no cobraban su parte e incluso ponían de su bolsillo para mantener la capilla interna. En relación con las monjas “…estas tenían la pensión de solicitar limosna para un desayuno. Y vestuario por no sufragar para ellas el monasterio…”[18]. Al entrar sin pagar la dote estipulada, se veían obligadas a buscárselas para preservar sus cosas esenciales. Prácticamente, debían trabajar para conseguir dinero y eso le quitaba tiempo para dedicarse por completo a su encierro. Esa generación de monjas, dieron la milla extra para estar al servicio de Dios. Esa falta de dinero hacia que el estado físico fuese uno ruinoso. Que a través del siglo XVIII, se cayeran piezas de maderas de la construcción original. Fuesen sustituidas con materiales usados.
Los movimientos burocráticos de la época, hacían que las limosnas tardaran en llegar. La donación de Carlos III, paso igual. Para principios de la década del 1780, las autoridades enviaron otro informe exponiendo la necesidad urgente que hacía falta reconstruir el convento. Exponían que la solución para conseguir los fondos podían ser las rentas de la Mitra que en esa época estaba vacante.[19] El gobernador Juan Daban envió una probanza certificando las peticiones. El Consejo de Indias aceptó los testimonios. Recomendaron donar los 2,000 pesos de la vacante de Mitra.[20] Con ese dinero pudieron resolver un poco sus problemas con la estructura.
Para terminar con esta ponencia se debe indicar que desde el comienzo de la apertura del convento. Fue uno que se comenzó con pocos fondos, eso se hizo evidente a corto y largo plazo. En cual empezaron las necesidades con el pasar del tiempo. Gracias al Real Patronato, el mismo no pudo ser clausurado. La documentación encontrada hace indicar que el periodo de 1680 al 1780, sea el más crítico en la historia de las monjas Carmelitas Calzadas de San José en la isla de Puerto Rico.
[1] El autor posee un doctorado en historia de Puerto Rico y América de la Universidad Interamericana de Puerto Rico. Además, ha tenido la oportunidad de hacer diez publicaciones. Entre las más conocidas Historia de los ciclones y huracanes tropicales en Puerto Rico, Historia de los terremotos en Puerto Rico y Una mirada a la historia del tabaco en Puerto Rico: Desde el periodo indígena hasta el siglo XVIII. Ha realizado múltiples ponencias y presentaciones en diversos congresos en su país.
[2] Archivo General de Indias, Santo Domingo, 155, R. 15. N. 177. Carta del gobernador Sancho de Ochoa al Rey Felipe III, 18 de enero del 1608.
[3] Archivo General de Indias, Santo Domingo, 169, N. 5. Carta del gobernador Sancho de Ochoa al Rey Felipe III, 16 de noviembre del 1603.
[4] Archivo General de Indias, Santo Domingo, 173. Carta del obispo Francisco de Cabrera al Rey Felipe III, Sin Fecha. Se debe indicar que se cree que la carta fue enviada entre el 1613 y 1614.
[5] Archivo General de Indias, Santo Domingo, 165. Real Cedula de Felipe III al gobernador de Puerto Rico, 10 de septiembre del 1616.
[6] Ibíd.
[7] Archivo General de Indias, Santo Domingo, 165. Carta del cabildo de la ciudad de Puerto Rico al Rey Felipe III, 22 de enero del 1621. Archivo General de Indias, Santo Domingo, 869, Libro 7, Folio 242v. Real Orden del Rey Felipe IV al obispo de Puerto Rico, 16 de octubre del 1624.
[8] Acta de revisión del convento, fundación y clausura, 1 de julio del 1651, reproducido en Cayetano Coll y Toste, Boletín Histórico de Puerto Rico,Tomo III, San Juan, Cantero Tip y Fernández, pág. 257.
[9] Enriqueta Vila Vilar, Historia de Puerto Rico, 1600-1650. Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1974, pág. 230-250.
Ángel López Cantos, Historia de Puerto Rico, 1650-1700. San Juan, Ediciones Puerto, 2017, pág. 81-156.
[10] Copia del acta de fundación del convento Carmelitas Calzadas reproducido en Cayetano Coll y Toste, Boletín Histórico de Puerto Rico, Tomo III, San Juan, Cantero Tip y Fernández, pág. 250-252.
[11] Archivo General de Indias, Santo Domingo, 171. Carta del racionero Pedro Menéndez de Valdez al Rey, 4 de junio del 1663. Para esta época este pariente religioso de Ana de Lansos era el encargado de las finanzas del ingenio. Aun la patrona estaba viva cuando el racionero hizo el informe. El valor del ingenio en el 1663, se había reducido a 25,000 pesos.
[12] Archivo General de Indias, Santo Domingo, 171. Carta de la priora del Convento de Nuestra Señora del Carmen al Rey Carlos II, 15 de marzo del 1686.
[13] Archivo General de Indias, Santo Domingo, 535b. Real Orden de Carlos II al convento de Nuestra Señora de Carmen, 20 de noviembre del 1691. En libro Carpeta Verde II, parte XXI, pág. 7. En la colección Vicente Murga, Universidad Católica de Ponce.
[14] Archivo General de Indias, Santo Domingo, 889, Libro 56, Folio 267-268. Real Orden del Rey Carlos III, 31 de octubre del 1765.
[15] Véase el ensayo Entre la pobreza y el claustro: Los primeros pasos del monasterio Las Carmelitas Calzadas de San José en Puerto Rico, 1651-1795. En la página web dialnet.com
[16] Archivo General de Indias, Santo Domingo, 880, Libro 37, Folio 78-78v. Real Orden del Rey Felipe V al Cabildo de San Juan, 7 de julio del 1720.
[17] Archivo General de Indias, Santo Domingo, 892, Libro 62, Folio 334v-336v. Real Orden de Carlos III al Virrey de Nueva España, 8 de mayo del 1773.
[18] Archivo General de Indias, Santo Domingo, 894, Libro 66, Folio 215v-218v. Real Orden de Carlos III al Virrey de Nueva España, 20 de octubre del 1778.
[19] Campo Lacasa, Las iglesias y convento de Puerto Rico en el siglo XVIII…, pag.19.
[20] Ibíd., pág. 19.
“Violencia y supeditación social: tras el velo del matrimonio en el Puerto Rico del siglo XIX”
Profa. Sofía Solís Monteagudo
Durante el siglo XIX, el matrimonio, instituido por la iglesia y el santo Concilio de Trento como sacramento , vínculo indisoluble y alianza entre hombre y mujer para la unión amorosa y la procreación de los hijos, se transformó en un verdadero calvario para muchas puertorriqueñas que, convencidas de su obligación de perpetuar la estirpe y conservar la honra y el buen nombre, accedieron a una unión que, en la mayoría de los casos, respondía más a los intereses de la familia burguesa que sus propios deseos. Proclamado un acto libre y consentido, cuyo objeto era formar una “comunidad indisoluble de toda la vida física, moral é intelectual entre dos personas de distinto sexo, bendecida por la Iglesia y asegurada por el Estado» (Paso y Delgado, 1890, p. 64), lo cierto es que el matrimonio fue la tecnología con la cual la familia patriarcal y el poder pastoral mantuvieron sujetas a las mujeres. Tras el velo nupcial, y luego del momento casi idílico en que “dieron el sí”, muchas puertorriqueñas quedaron despojadas de su dignidad y sometidas a una violencia conyugal que no es muy diferente de la que se manifiesta en estos días.
Aunque pudiera pensarse que, por el recato y la discreción que se les inculcaba en el seno familiar, las mujeres del diecinueve serían incapaces de denunciar los vejámenes que sufrían, muchas de las querellas que presentaron las damas de la sociedad puertorriqueña contra sus consortes a mediados del siglo XIX, por malos tratos e injurias graves, están preservadas en el en el Archivo Histórico Arquidiocesano de San Juan y en el Archivo General de Puerto Rico. El matrimonio canónico producía todos los efectos civiles respecto de las personas y bienes de los cónyuges y sus descendientes, sin embargo, los pleitos sobre nulidad y divorcio de los matrimonios canónicos correspondían a los tribunales eclesiásticos. A pesar de que los casos de violencia conyugal llegaban a oídos de las autoridades eclesiásticas, ya no solo a través del sacramento de la confesión, sino a través de denuncias presentadas ante su mismo tribunal, el Código de Derecho Canónico determinaba que la esposa maltratada solo podía aspirar a un “divorcio eclesiástico” o “quo ad thorum et mutuam cohabitationem”, el único admitido por la Iglesia católica (ibid., pp. 78-79) , esto era “separación de lecho y mesa, hasta que se subsanaran las diferencias y hubiera una reconciliación o hasta que uno de los cónyuges muriera” (ibid.). En muchas ocasiones, mientras se dejaba al agresor en el domicilio familiar, la ley de Enjuiciamiento civil ordenaba el depósito de las mujeres en casas de familiares o de amigos en lo que se manejaban las querellas de maltrato, hecho que conllevaba que tuvieran que abandonar su casa y separarse de sus hijos, porque era el padre conservaba la patria potestad, lo que evidencia que las mismas leyes de la iglesia y del Estado propiciaban las inequidades contra las mujeres.
El caso de doña Justina Cándida, de la Villa de Mayagüez, es uno de los ejemplos que mejor evidencia las dificultades que podían enfrentar las mujeres de la época al establecer una demanda de divorcio y lo oneroso que podía resultar el proceso. Doña Justina recurrió al Tribunal Eclesiástico el 15 de diciembre de 1857 para contestar la demanda de divorcio que se ha apresurado a presentar contra ella Manuel Victoriano Cuevas, su esposo, quien “dejó de trabajar y de cumplir con las obligaciones de marido, se mantenía totalmente ocioso, no se empleaba de oficio ni ocupación alguna y tampoco proveía en lo más mínimo a la manutención de la familia ni aquellas cosas más precisas a la vida”
El caso de doña Ana Otero y Mojica vs. Heraclio Ríos por injurias graves es otro de los pocos casos de finales de siglo en que se pueden observar las injusticias que auspiciaban tanto las leyes eclesiásticas como la Ley de Matrimonio Civil de 1870 y el Código Civil de 1889. Doña Ana Otero, viuda, con tres hijos de su primer matrimonio y casada en segundas nupcias con Ríos, demandó ante el Tribunal de Distrito de San Juan el divorcio y la disolución absoluta del matrimonio canónico. Como se desprende de la exposición de José Rodríguez Cebollero, abogado que representaba a doña Ana, don Heraclio Ríos “era, por naturaleza, falto de capacidad suficiente para dedicarse al trabajo y encontró al casarse un buen punto de apoyo para echarse a descansar sobre los pocos cuartos que su representada había aportado” (Casos Civiles, 1903), por lo que nunca más volvió a trabajar. Olvidado sus deberes de esposo y los principios de la urbanidad, se entregaba a su desenfrenado carácter:
…Él la insultaba con las palabras más soeces tanto a su mujer como a las tres criaturitas hijas del primer matrimonio[…]de la vía de improperios indignos de ser dirigidos a su mujer pasó a la obra y llegó a flagelar el rostro de mi representada en varias ocasiones y a armar los escándalos más denigrantes que se pueden dar en el seno del hogar conyugal por la gente de educación más pobre, en muchas ocasiones llegó a poner sus diabólicas manos sobre el débil cuerpo de su mujer, faltando a todos los principios de la moral y la humanidad (ibid.)
El licenciado presentó como evidencia de la violencia que se había generado dentro del matrimonio el testimonio de una de las hijas de Otero, quien, según cita el abogado, salvó la vida de su representada al llamar a su tutor, el Sr. Carrero, quien acudió a socorrer a su madre y que presenció la actitud en que se encontraba el marido. Como parte de la prueba el abogado expone lo siguiente:
…Una mañana en que Heraclio, por la simpleza de haber sido llamado a tomar el desayuno en un tono de voz más elevado debido a causas extrañas a la voluntad de la mujer, sin encomendarse a nadie, con la mayor actitud injuriosa se dirigió a su representada y acestó en ella un golpe tan fuerte en su rostro que tuvo necesidad de reconocimiento médico y que como resultado de esos golpes padece constantes dolores en su cuerpo[…]la niña, que viendo el maltrato de que era víctima su madre y comprendiendo la debilidad de su fuerza para hacer resistencia al hombre que la flagelaba, envió en busca de su tutor, el señor Carrero… (ibid.)
Además de la niña, otros cuatro testigos ofrecieron sus versiones que verificaron el abuso constante al que fue sometida Ana Otero. José María Carrero, vecino de la pareja, declaró que Ríos la injuriaba frecuentemente y que un día que llegó a la casa, vio que la tenía agarrada por el cuello contra un ropero dándole de bofetadas. Asimismo, José Rodríguez, comerciante y vecino, vio desde la Plaza San José a la señora Otero correr y detrás de ella a su marido que la alcanzó y estropeó diciéndole sinvergüenza y otras palabras malsonantes. Manuel Rivera, otro vecino del matrimonio, alegó que en una mañana de mayo escuchó y vio el escándalo que provocaba Ríos al maltratar a su esposa, a quien llamaba “puta” y otras palabras altisonantes. Por último, María Lomba, la criada de Otero, indica que luego de haber escuchado un escándalo en la casa, vio que su señora tenía una fuerte contusión en la cara.
El 5 de mayo de 1903, el abogado de la perjudicada solicitó, con urgencia, el depósito de Otero en la casa del Sr. Carrero y la entrega de todas sus pertenencias al domicilio de éste. También sometió a la consideración de tribunal la permanencia de la señora y de sus hijas en su residencia pues, el marido “no había traído al matrimonio otra cosa que no fuera su persona” y había sido ella quien había aportado todo el caudal, inclusive el ajuar de la casa, lecho, ropas y absolutamente todo, hasta el pago del alquiler de la casa (hecho que consta en el recibo del importe de 20 dólares del alquiler de la casa #10 en la calle San Sebastián, que aparece en el expediente). El 15 de octubre, el Tribunal de Distrito admitió la demanda. El Juez Hon. Frank Rischmond le concedía a Ana Otero el divorcio el 13 de noviembre y le devolvía todos sus bienes, además expedía una orden que prohibía a Heraclio Ríos entrar a la casa o acercarse a molestar. Aunque podríamos pensar que en el divorcio de Ana Otero el tribunal defendió los derechos de la demandante y que hasta actuó con prontitud, el mismo sólo obligó a Ríos a pagar una multa de cinco dólares por alterar la paz y lo eximió del pago del proceso legal, por lo que las costas quedaron adjudicadas a la perjudicada. De igual forma actuó el Tribunal Eclesiástico, cuando don Esteban Montesinos Weys, secretario del Juzgado de Paz del Distrito de la Catedral, aunque reconoció las pruebas de maltrato y confirmó las disposiciones del caso civil solo otorgó a Otero el divorcio eclesiástico y no la anulación del matrimonio. Aun habiendo suficiente evidencia de maltrato y de la violación de los preceptos que sostenían el sagrado sacramento del matrimonio, la iglesia continuó negándose a disolver aquella unión.
La violencia machista que se manifiesta en nuestra sociedad actual tiene raíces muy profundas. La construcción simbólica, promovida por las creencias y la tradición, de que la mujer existe para el hombre y que por ello le pertenece y está subordinada a él por derecho, es la mayor responsable de las inequidades que han padecido las mujeres a lo largo de la historia. La Ley Provisional del Matrimonio Civil de 1870 y el Código Civil de 1889, además de reconocer las disposiciones de la Iglesia para no otorgar la nulidad matrimonial, empeoraban su situación dejando incapacitada a la mujer para manejar su herencia, administrar sus propios bienes o aquellos adquiridos durante el matrimonio, impidiéndole realizar transacciones económicas o tomar decisiones sin la autorización de su cónyuge mientras que le otorgaba todas las potestades jurídicas al marido como su único representante, tutor y dueño[1] (Espín, pp. 128-29). Los casos presentados resultan dos ejemplos de cómo ni la iglesia ni el Estado lograron proteger la integridad física ni moral de las mujeres durante el siglo XIX y nos permiten confirmar una realidad ineludible, que la historia de las mujeres está marcada por la indiferencia de las instituciones, por la inacción de las autoridades, por la desigualdad y el menosprecio que todavía mantienen a las puertorriqueñas privadas de sus derechos, presas de la violencia y la impunidad, a pesar del tiempo, de las denuncias y los reclamos de justicia.
Referencias:
Anon., 1886. Ley provisional de matrimonio civil de 18 de junio de 1870, Río Piedras: Colección Puertorriqueña Universidad de Puerto Rico.
Arquidiócesis de San Juan., 1819-1886. “Divorcios”. San Juan: Archivo Histórico Diocesano.
Espín Cánovas, D., 1969. La Constitución de 1869 y la legislación civil española hasta 1874. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Disponible en: http://dialnet.unirioja.es/servlet/oaiart?codigo=2047079.
Paso y Delgado, N. D. (1890). Derecho civil español de la Península, islas adyacentes, Cuba, Puerto Rico, y Filipinas, conforme al Código de 1889. Madrid: El Progreso.
Tribunal Supremo. “Casos Civiles” (1903-1904). San Juan: Archivo General de Puerto Rico.
[1] así consta claramente en los artículos 49, 50 y 52 de la ley de 1870 sobre el matrimonio civil (Capítulo V, sección 1ª “De los efectos generales del matrimonio respecto a las personas y bienes de los cónyuges”).
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